Santo Tomás de Aquino (1225-1274). Una vida al servicio de la verdad.

Publicado en la revista Hágase Estar, nº 54 de octubre de 1983

1. El discípulo

SantoTomas de Aquino

Santo Tomas de Aquino

El Magisterio de la Iglesia no ha dejado pasar ninguna ocasión propicia para resaltar la excelsa figura de santo Tomás de Aquino, lo ha propuesto incan­sablemente como maestro y guía de la verdad católica y lo ha proclamado patrono de todas las escuelas católicas de cualquier orden y grado (Cfr. Pablo VI, carta Lumen Ecclesiae, 20-XI-1974). Él es «el más santo entre los doctos y el más docto entre los santos», maestro indiscutible por su doctrina y modelo en que deben mirarse todos los que son maestros y discípulos.

Primeros estudios en Montecasino

Tomás era el séptimo hijo varón del noble Landolfo de Aquino, Señor de la fortaleza de Rocaseca, en la provincia de Nápoles. A los cinco años de edad fue enviado por sus padres como oblato al monasterio benedictino de Montecasino. Allí aprendió a la vez las primeras letras y el servicio divino, alternando el estudio de la gramática con el rezo del salterio.

Su aplicación era ejemplar. Prestaba gran atención en clase y después pasaba largos ratos recogido y silencioso aprendiendo de memoria las leccio­nes de sus maestros. Su curiosidad era inmensa, con frecuencia preguntaba: «Quid est Deus?» (¿Qué es Dios?). Deseaba penetrar en los misterios divinos, que es lo único que puede llenar el corazón del hombre.

Hoy deberíamos recordar los educadores que toda la vida es una búsqueda de Dios y que esto es especialmente verdad para la vida académica, pues «la Verdad» es uno de los nombres de Dios. La educación debería ser una actividad fundamentalmente religiosa.

En la Universidad de Nápoles

Dadas las extraordinarias condiciones de Tomás para el estudio, decidió su padre, por consejo de los monjes de Montecasino, enviarlo a estudiar a la Universidad de Nápoles. Allí se entregó con ahínco al estudio de las Artes (Filosofía y Letras), al mismo tiempo que su alma piadosa buscaba afanosamente a Dios y se preocupaba por la ordenación de su vida.

No pensemos que por entonces la vida universitaria discurría por cauces tranquilos y sin polémicas ideológicas. Nápoles era centro de convergencia de todas las corrientes sociales, políticas y religiosas de la época, muchas veces en pugna entre sí. La Universidad, recientemente fundada por el emperador Federico II, tenía una orientación conscientemente mundana, al margen de las orientaciones de la Iglesia. Allí se explicaba un aristotelismo extremo y peligroso para la ortodoxia.

Lo grande de Tomás es que, ante este panorama, lejos de asustarse, se dispuso a asimilar todo aquello que fuese verdadero sin mirar quién lo decía y encomendándolo todo a su prodigiosa memoria.

Fue en este ambiente universitario donde conoció a algunos miembros de la Orden de Predicadores, con los que entabló una amistad que iba a durar para siempre. Esta Orden, de reciente fundación, pertenecía a lo que se ha dado llamar «movimiento de la pobreza». Era éste un movimiento religioso renovador, y hasta podríamos decir revolucionario, por su radicalidad evangélica. Los miembros de la Orden vivían de limosna en medio de las ciudades, dedicados al estudio y a la enseñanza; algunos de ellos eran profesores universitarios. Poco a poco, Tomás se dio cuenta de que había encontrado la forma de vida que deseaba. En 1244 pidió su ingreso en la Orden y comenzó el noviciado con todo el fervor de su espíritu.

Las dificultades

Tomás había entrado en la Orden de Predicadores sin advertir a su familia, pues sabía que se opondría a sus propósitos. Pero no tardaron en enterarse. Sus hermanos fueron a buscarle y se lo llevaron a la fuerza a la fortaleza de Rocaseca, donde lo dejaron a la custodia de su madre. Tomás permaneció más de un año prisionero en su propia casa, sufriendo la incomprensión de todos, que intentaban disuadirle de sus propósitos. Él se mantuvo firme en todo momento y aprovechaba el tiempo con la oración y el estudio.

Al regresar los hermanos, que habían permanecido hasta entonces fuera prestando servicio de armas al Emperador, la tomaron con él. Le hicieron girones el hábito de dominico que vestía. Y le quitaron todos sus libros para que se rindiese por aburrimiento. Todo inútil, Tomás seguía firme. Un día introducen a una mujerzuela en su habitación para que lo seduzca, pero Tomás la expulsa asustándola con un tizón de la chimenea… Cuando se queda a solas, pide al Señor con lágrimas en los ojos que le libre de los ardores de su instinto.

Por fin sus familiares vieron que todo era en vano y dejaron de vigilarle… Tomás se escapó y regresó a Nápoles para terminar su noviciado. Así aprendió una dura lección: No suelen ser los parientes de sangre buenos consejeros a la hora de seguir la vocación religiosa. Por eso padres e hijos debemos estar siempre muy atentos a los deseos de Dios y no dejarnos llevar de «falsos amores».

Discípulo de san Alberto Magno

Cuando Tomás terminó el noviciado, interrumpido por la reclusión familiar, fue enviado al Estudio General de París. Allí conoció a S. Alberto Magno. A través de él conocerá la mística neoplatónica, presente en Occidente por la autoridad de Dionisio Areopagita. En realidad, no podía haber encontrado otro maestro más moderno y más significativo que san Alberto. En seguida marcharon ambos a Colonia, donde san Alberto tenía que erigir una escuela de la Orden. Allí siguió Tomás con entusiasmo sus lecciones, que tan honda huella dejaron en él.

Por su carácter tranquilo y su gran corpulencia, los condiscípulos de Tomás le llamaban «el Buey mudo». Incluso algunos le tenían por ignorante. Uno de ellos se prestó un día a repetirle las lecciones que daba S. Alberto sobre el difícil libro «De los nombres divinos», de Dionisio. Tomás aceptó agradecido. A mitad de la explicación aquel compañero comenzó a confundirse y no acertaba a dar una explicación correcta. Entonces Tomás comenzó a ayudarle, puso las cosas en su sitio y no sólo repitió perfectamente la explicación de S. Alberto, sino que la completó con muchas y acertadas observaciones. Fue entonces el compañero quien le pidió que fuese su repetidor en adelante. Tomás aceptó con la condición de que no se lo dijese a nadie.

S. Alberto conocía bien lo que valía su discípulo. Un día le encargó preparar una disputa sobre un tema muy difícil. El Maestro le arguyó con fuerza, pero Tomás repitió los argumentos de modo impecable e hizo una distinción que daba con la clave del problema. S. Alberto le dijo asombrado: «Fray Tomás, no parece usted un estudiante que contesta, sino un maestro que define». Él contestó con toda humildad: «Dispense, Maestro, no veo otra manera de resolver la cuestión». Al terminar la disputa comentaba S. Alberto con los demás discípulos: «Vosotros llamáis a éste «Buey mudo», pero un día dará tales mugidos que se oirán en el mundo entero».

Eduardo Laforet


Publicado en la revista Hágase Estar, nº55 de diciembre de 1983

2. El maestro

En 1252 Tomás de Aquino comenzó oficialmente la labor a la que se iba a dedicar toda su vida: ser maestro. El, siempre y en cualquier lugar, llevó consi­go una tarea: el encargo de ex­poner, enseñando y escribiendo, la totalidad de la concepción cristiana. Por su entrega total a esta misión, Pablo VI lo llamó «Apóstol de la verdad».

El diálogo con los estudiantes

El primer oficio académico que desempeñó Tomás fue el de Bachiller Bíblico en el Estudio General que su Orden tenía en París. Durante dos años expuso sumariamente el contenido de los libros de la Sagrada Escritura. Enseguida pasó a Bachiller Sentenciario, explicando en otros dos años el Libro de las Sentencias, que era el manual de teología de la época.

Desde el primer momento llamó la atención de maestros y discípulos por la originalidad de su doctrina y de su método. Sus explicaciones eran claras, precisas y profundas, y todos veían en él un guía que les enardecía en el estudio y la investigación con su palabra y con su ejemplo.

Una vez cumplidos estos cargos y mostrada su competencia teológica parecía propio que se le otorgase el grado de Maestro, pero se temía la oposición de algunos profesores seculares enemigos de su Orden. Tuvo que intervenir el mismo Papa en favor de Tomás para evitar conflictos, y por fin se le otorgó la licencia de enseñar. Tomás, cuando recibió la noticia, se excusó alegando su corta edad y escasa preparación, pero aceptó el nombramiento ante la insistencia de sus superiores.

Tres años permaneció como Maestro en París, entregado totalmente al estudio y la docencia. Sus clases estaban siempre repletas de alumnos que le admiraban. El procuraba escucharlos a todos y comprender sus puntos de vista para transmitirles con eficacia sus conocimientos. Entendía que el diálogo con los estudiantes era imprescindible no sólo para enseñarles, sino incluso para descubrir la verdad. Organizó con ellos coloquios que llamaban «disputas», para tratar toda clase de temas. Sabemos que entre 1256 y 1259 mantuvo dos grandes «disputas» por semana y en sus obras escritas tenemos cientos de ellas en forma de «artículos».

A las lecciones y disputas Tomás añadía otra serie de acti­vidades no menos importantes. Desarrolló en estos años una in­tensa labor científica y escribió numerosas obras, solucionó multitud de asuntos sobre los que le consultaban personas influyentes, entre ellas el rey Luis; y sus predicaciones al pueblo eran frecuentes.

Maestro universal

En 1260 Tomás es nombrado Predicador General de la Orden, profesor del Estudio General de la Corte Pontificia y teólogo-consultor del Papa. Estos oficios le obligaron a viajar continuamente, pero no abandonó sus cursos, disputas, predicaciones y publicaciones; al contrario, es ésta una de sus etapas más fecundas.

La Orden de Predicadores le encomendó el establecimiento de un Estudio General en Roma y le dio plenos poderes para elegir sitio y reclutar profesores y estudiantes. Lo estableció en el convento de Santa Sabina y permaneció allí explicando sus lecciones durante dos años. Por segunda vez expuso el Libro de las Sentencias y redactó un nuevo comentario, pero enseguida se dio cuenta de que esta obra adolecía de muchos defectos pedagógicos, como falta de orden, repeticiones inútiles y lagunas considerables. Concibió entonces la idea de componer un nuevo manual para los estudiantes que evitara esos inconvenientes. Así nació la Summa Theologica, el mejor tratado de teología que se ha escrito y la más completa síntesis de la doctrina cristiana. Empleó siete años en su redacción y aún la dejó inacabada.

La necesidad de encauzar los estudios filosóficos, tan conflictivos en aquella época, era urgente. Para ello había que estudiar atentamente los escritos de Aristóteles y corregir los errores derivados de su mal uso o interpretación. La tarea era enorme y difícil. El Papa se la encomendó a varios teólogos sin resultado. Por fin se la encomendó a Tomás. Este dedicó entonces sus clases a explicar las obras de Aristóteles y escribió sus famosos «Comentarios», dejándonos un testimonio maravilloso de amor a la verdad y de seria investigación. Tomás respetaba siempre a todos los autores, incluso paganos, y se acercó a Aristóteles con optimismo buscando en él la verdad y el verdadero sentido de sus afirmaciones. Logró por fin asimilar sus enseñanzas y mostrar que no hay oposición alguna entre la fe y el recto uso de la razón.

Disputas en París

A fines de 1268 Tomás fue enviado de nuevo a la Universidad de París, a su antigua cátedra. Comenzaban para él años de sufrimiento y de lucha.

Las órdenes mendicantes poseían por entonces varias cátedras en la Universidad de París, entre ellas la que regentaba Tomás, y su influencia era cada vez mayor por la competencia de sus maestros. Este éxito levantaba los ánimos de los maestros seculares contra los religiosos, hasta el punto de confabularse contra ellos para expulsarlos de la Universidad. Tomás ya había conocido esta lucha en su primera estancia en París, pero ahora se había radicalizado; los mendicantes eran combatidos sin tregua en la cátedra, el púlpito, las publicaciones… e incluso con la violencia física. Tomás no tuvo más remedio que afrontar este asunto y defender con su palabra y con sus escritos el derecho de los mendicantes a enseñar.

Más dolorosa fue la discusión que tuvo que sostener con dos posturas filosófico-teológicas fundamentales que amenazaban la concepción cristiana que Tomás había aclarado y defendido siempre con todas sus fuerzas. Y el caso es que en este trance se encontró totalmente solo. Por una parte tuvo que combatir el naturalismo de los filósofos, que pretendían oponer la verdad científica al orden sobrenatural. Por otra se enfrentó al fideísmo de los teólogos tradicionales, que por oposición a los anteriores pretendían frenar las legítimas aspiraciones de la razón.

Tomás sabía muy bien que la verdad filosófica y científica y la verdad teológica convergen en la única verdad, aunque se utilicen caminos diversos de conocimiento. Mostró en sus obras que la razón es una fiel compañera de la fe y que la fe es una prolongación coherente del conocimiento natural. Ganó la batalla porque era el mayor ce­rebro de su tiempo, pero quedó profundamente herido y extrañado ante las concepciones de sus adversarios, pues su clarividencia veía que estas doctrinas, podían acabar con toda idea de religión e incluso con toda idea de verdad; la historia posterior ha mostrado que sus temores eran ciertos.

A pesar de todo, en medio de las fuertes discusiones que sostuvo, nunca perdió la serenidad. En cierta ocasión formaba parte de un tribunal para la concesión del título de Maestro. El licenciado que se examinaba sostenía ideas contrarias a las suyas y las manifestaba con insolencia. Tomás no logró reducirlo con sus argumentos. A la salida del examen los alumnos se dirigieron a Tomás y le dijeron que aquello era intolerable, pues ciertamente lo que defendía el licenciado era falso. El respondió: «Tenéis razón, pero no me parecía oportuno dejar mal a un joven profesor delante de todos; pero si os parece que no he obrado bien procuraré remediarlo mañana». Al día siguiente proseguía el examen y el licenciado seguía sosteniendo sus erróneas opciones. Entonces Tomás, con toda calma, le hizo ver que sus afirmaciones contradecían los decretos de un Concilio. El licenciado, algo confundido, reconoció su error, y Tomás, quitándole importancia al asunto, se limitó a añadir: «Ahora decís bien».

Eduardo Laforet


Publicado en la revista Hágase Estar, nº56 de febrero de 1984

(y 3) El santo

No podemos despedirnos de la figura de santo Tomás sin poner de relieve su excepcional santidad. Tomás fue un gran Santo, y no precisamente porque hiciese cosas extraordinarias, sino por la rectitud de sus acciones ordinarias. Tomás se abrió de par en par a la gracia de Cristo y fue el Maestro que Dios esperaba, por eso podemos decir que en su persona la Iglesia ha canonizado a un hombre que se santificó en y por la profesión. También en esto es un ejemplo y un estímulo para nosotros.

En unión con Dios

Siguiendo el orden cronológico de nuestra exposición, nos encontramos ya en 1272. To­más está ahora en la cúspide de su labor docente e investigado­ra. En este año deja París y acude a Nápoles a fundar un nuevo centro de estudios, esto le supone buscar un lugar adecuado, profesores e impartir él mismo las clases correspondientes. Además no deja de viajar por diversos asuntos, de predicar con frecuencia, de resolver consultas y de escribir. Pero no podemos quedarnos en la superficie de su actividad, pues si en algo se caracteriza la vida de Tomás es en la estrecha relación que guarda su actividad exterior con su vida interior; él procuraba mantener en todo momento la unión con Dios por medio de la oración y ésta era la que impulsaba y orientaba todas sus obras.

Tomás amaba mucho el silencio. Una de sus aficiones favoritas era pasear solo, con pasos lentos y grandes, y la cabeza levantada hacia el cielo. Con frecuencia interrumpía por unos momentos su trabajo para ir a postrarse ante el Sagrario y pedir gracias al Señor. En los autógrafos de sus obras encontramos a menudo las palabras del Avemaría diseminadas en los márgenes, y cuando quería probar su pluma siempre escribía alguna alabanza a Dios o a la Santísima Virgen. Todos los días, por muy ocupado que estuviese, leía algún capítulo de las Colaciones de Casiano, para mantener vivo en el corazón, como él decía, el fuego de la devoción y amor de Dios.

Sus dos grandes amores eran la Eucaristía y la Santísima Virgen. Todas las mañanas muy temprano hacía un gran rato de oración ante el Sagrario y después celebraba con devoción la Misa, en la que a veces derramaba muchas lágrimas. Las páginas que escribió acerca de la Eucaristía son una maravilla de piedad y de profundidad teológica. A él debemos las oraciones del día del Corpus.

Absorbido en la contemplación

A medida que pasaba el tiempo, Tomás iba penetrando más y más en el trato con Dios, hasta el punto de quedar totalmente absorbido en la contemplación al final de su vida. En 1273, un año antes de su muerte, ocurrió lo siguiente: Fray Reginaldo, que era su secretario, entró un día en el cuarto de Tomás para trabajar en la última parte de la Suma Teológica y vio que su mesa de trabajo estaba transformada: no había en ella códices, ni papel, ni plumas, ni tintero… todo había sido retirado. Tomás no leía ni paseaba, sino que permanecía de rodillas y lleno de lágrimas.

—¿Qué le pasa?, preguntó Fray Reginaldo. ¿No quiere seguir escribiendo la Suma? —Hijo, no puedo, le contesta. Al día siguiente siguió igual y así toda la semana… No obstante, seguía asistiendo a todos los actos de comunidad y se le veía orar largos ratos ante el altar.

Fray Reginaldo le insistía de vez en cuando para que terminara lo poco que quedaba de la Suma, pero siempre le respondía lo mismo: —No puedo… Cansado de esta respuesta, no pudo contentarse más y le dijo: —Y ¿por qué no puede? Dígame, por amor de Dios, por qué no puede. Tomás respondió: —Después de lo que el Señor se ha dignado revelarme en la oración me parece paja todo cuanto he escrito en mi vida, por eso no puedo escribir más, pero te ruego que no lo digas esto a nadie mientras viva.

Y vio a Dios cara a cara

Poco después de este suceso, Tomás se puso en camino hacia el Concilio de Lyon, al que había sido llamado por el Papa Gregorio X, pero no se encontraba bien de salud. Hizo escala en el castillo de su hermana Teodora, donde le cuidaron con esmero, pero al fin tuvo que guardar cama. Viendo que no saldría de esta enfermedad, pidió ser trasladado al monasterio de Fossanova. Allí lo instalaron lo mejor que pudieron, pero día a día iba empeorando. Hizo confesión general y recibió los últimos sacramentos. Se cuenta que el confesor salió de la habitación diciendo: «¡He confesado a un niño de seis años!»; tal era la inocencia de su vida. Al entrar el Santísimo en su habitación, se levantó de la cama a pesar de su debilidad, y quiso estar un rato en adoración, al final dijo: «Te recibo, precio de la redención de mi alma, te recibo, viático de mi peregrinación, por cuyo amor he estudiado, velado y trabajado; te he predicado y enseñado; jamás he dicho nada contra Ti, pero si acaso lo hubiera dicho, ha sido de buena fe y no sigo obstinado en mi opinión. Si algo menos recto he dicho sobre éste y los demás sacramentos, lo confío completamente a la corrección de la Santa Iglesia Romana, en cuya obediencia salgo ahora de esta vida».

Al día siguiente, con plena lucidez, entregó su alma a Dios. Tenía entonces cuarenta y nueve años.

Autoridad de su doctrina

Tomás de Aquino fue cano­nizado solemnemente el 18 de julio de 1323 y proclamado «Doctor común o universal» de la Iglesia en 1567. Desde entonces la autoridad de su doctrina ha tenido un reconocimiento muy especial por parte de la Iglesia. El último Concilio Ecuménico ha vuelto a señalar la importancia de su magisterio. Dice así Pablo VI: «… el Concilio Vaticano II ha recomendado a santo Tomás dos veces a las escuelas católicas. En efecto, al tratar de la forma más completa posible los misterios de la salvación, aprendan los alumnos a profundizar en ellos y a descubrir su conexión por medio de la especulación bajo el magisterio de santo Tomás» (Optatam totius, 16). El mismo Concilio Ecuménico, en la Declaración sobre la educación Cristiana, exhorta a las escuelas de Grado Superior a procurar que «estudiando con esmero las nuevas investigaciones del progreso contemporáneo, se perciba con mayor profundidad cómo la fe y la razón tienden a la misma verdad» y afirma acto seguido que a este fin es necesario seguir los pasos de los doctores de la Iglesia, especialmente de santo Tomás (Gravissimum educationis, 10). «Es la primera vez que un Concilio Ecuménico recomienda a un teólogo, y éste es santo Tomás» (Pablo VI, carta Lumen Ecclesiae, 20.XI. 1974).

Eduardo Laforet

Compartir
  • Junio de 1984
    Junio de 1984

    En junio de 1984 es operado para hacerle un trasplante de médula.

    Fallecimiento
    Fallecimiento

    El 23 de noviembre de 1984 fallece en Madrid.

    Ordenación
    Ordenación

    Eduardo Laforet fue ordenado sacerdote en Madrid el 25 de marzo de 1984.

    Bujedo
    Bujedo

    En unas convivencias con los Cruzados de Santa María en Bujedo (Burgos).

    Ordenación sacerdotal
    Ordenación sacerdotal

    Revistiéndose de sacerdote el día de su ordenación, 25 marzo de 1984.