(Publicado en la revista Hágase Estar nº 64 en mayo de 1985)
Han llegado a nuestra redacción dos cartas abiertas destinadas al padre Eduardo que no nos resistimos a publicar. La primera la escribe el día de su ordenación el padre Feliciano, uno de los dos nuevos sacerdotes de la Milicia de Santa María. Ambos habían sido ordenados diáconos el 18 de marzo de 1984. El padre Feliciano, siendo diácono, estuvo con él cerca de dos meses, durante el verano, como «enfermero particular» (La segunda carta es anónima, pero muy rica en contenido).
¡Me encanta ser misionero de la Cruz!
Burgos, 15 de diciembre de 1984.
Queridísimo hermano y padre Eduardo:
Desde que nos dejaste el pasado 23 de noviembre muchas veces el recuerdo de tantos ratos vividos juntos me sobrecoge y no sin esfuerzo puedo contener la emoción.
Me parece estar viviendo un sueño. Un sueño misterioso y divino. Un sueño de gozo íntimo y de dolor. Un sueño en el que todo transcurre con sublime normalidad pero en el que todo se relativiza porque la mirada y el corazón están en Dios, sólo en Dios, totalmente en Dios.
Sí, Edu, ya soy como tú, sacerdote, ¡cruzado-sacerdote! Hoy mismo el señor Obispo, en nombre de Cristo, me ha ungido. Siento como que vengo, indignamente, a ocupar tu puesto, el hueco que has dejado en la Cruzada, en la Iglesia de aquí.
¿Recuerdas nuestra despedida en la clínica? Me dijiste que aunque tuvieras algunas molestias no faltarías a mi ordenación. ¡Tenías que imponerme las manos! Pero no te he visto. Ha faltado tu presencia física. Y, sin embargo, sé que has cumplido tu palabra. La tuya era esa presencia misteriosa del alma que vive ya para siempre sumergida en Dios.
Mira, Edu, has pasado delante de nosotros como una estrella fugaz pero luminosísima. Nos has deslumbrado y, a la vez, marcado un camino de renuncia y sacrificio; de entrega y de amor a Dios y a los hermanos. Un camino que ahora tenemos que recorrer nosotros con firmeza y entusiasmo. ¡Cómo tú!
¡Cuántas veces hablamos del valor redentor del sufrimiento! Era —lo sabes bien— el tema único de nuestras homilías solitarias en aquellas misas deliciosas del verano, ¿recuerdas? No hablabas más que de la Cruz, del amor a la Cruz. ¡La Cruz! Sí; te urgía el amor y deseabas vivir sólo para Dios. Mirabas a Cristo crucificado y veías en Él la síntesis del dolor y del amor más puros, que cada uno debía intentar reproducir en sí.
¡Y qué extraordinariamente sencillo lo veías todo! Bastaba con abrazarse sencillamente a la voluntad de Dios en cada momento. Me lo decías bien claro en una carta: «… es un gran descubrimiento éste de transformar todos los pequeños detalles de la vida en una oblación a Dios, de vivir unido a Dios todos los instantes del día por la Cruz… Yo procuro seguir ejercitándome en esto repitiendo siempre: “Jesús, es por tu amor y por la conversión de los pecadores”. Muchas veces me parece casi una tontería, ¡es tan pobre lo que ofreces! Pero no dejo de hacerlo y digo: “ése es el camino, tiene un gran valor…” y me siento misionero. ¡Me encanta ser misionero!».
Recuerdo ahora la última vez que te vi con vida. Faltaba apenas una semana para tu tránsito definitivo. Tu estado era ya crítico. Estabas verdaderamente crucificado en el lecho. Eras otro Cristo doliente. Desnudo, como El, cubierto sólo con una sábana. Como El tenías los brazos extendidos y taladrados. Y por causa de la biopsia pulmonar, el costado abierto. ¡Como El! Un verdadero Cristo desgarrado. Más que nunca estabas siendo misionero. ¡Misionero de la Cruz! como tú querías, como te gustaba. Culminaba tu sueño, el gran deseo de tu vida. Era como la consumación de tu obra, de tu entrega, de tu misión, de tu vida… El mensaje redentor de la aceptación total del plan de Dios en ti, lo vivías ahora con solemnidad y grandeza.
«¡Me encanta ser misionero!». Sí, te ilusionaba. Por eso en tu larga agonía gozaste de la plenitud del Amor y eras, más que nunca, «redentor» del mundo.
Te dejo, sin poder dejarte. ¡Acuérdate mucho junto a María de nosotros! Intercede para que no defraude al Señor en mi hermosa y difícil vocación. Yo de ti no me olvido. Tuyo,
Feliciano
¡Padre Eduardo!… Tu semilla está sembrada
En todos los que te hemos conocido, padre Eduardo, quedará para siempre tu semilla en nuestros corazones.
Semilla plantada primero con tu vida de ejemplar entrega y amor a Dios Nuestro Padre y a la Santísima Virgen, y abonada después con tu dolor.
Los que vivimos tu enfermedad y te acompañamos en tus últimos días, nos hemos dado cuenta de cómo tu sufrimiento iba dándonos luz, era faro en la oscuridad de nuestras vidas.
Mucha gente buena y piadosa estuvo contigo, cerca de ti, pero también quienes nos sentíamos perdidos en el pecado. Tú has sido camino viviente para nosotros, y tu semilla empieza a convertirse en esperanza para quienes tanto hemos ofendido a Dios. Has hecho brotar en nosotros el deseo de amar al Padre por encima de todas las cosas y de hacer y aceptar su santa voluntad.
Ahora, padre Eduardo, que ya no estás materialmente entre nosotros, te pedimos que sigas regando tu semilla con el amor de Dios. No permitas que salgamos del único y verdadero camino que nos has enseñado. Vela por nosotros. Haz que amemos a María tanto como tú la amaste.
¡Padre Eduardo!… tu semilla está sembrada.
Y serán muchos los corazones en los que brotará, porque los que no te han conocido, al saber tu historia de inmenso amor a Dios le amarán, al conocer la entrega de tu vida, se entregarán.
Anónimo
Del P. Eduardo nos han dicho
Necesitamos de esa generosidad de entrega a la Iglesia de que él nos dio admirable ejemplo y no dudamos que este grano de trigo enterrado en toda su lozanía será semilla abundante que dé frutos valiosos. (Sanlúcar).