(Publicado en la revista Hágase Estar nº 61 en diciembre de 1984)
La Milicia de Santa María es y quiere ser una gran familia, y en una familia se comparten las alegrías y los dolores. Vamos a desvelarles una intimidad que durante meses nos ha tenido en vilo, en plegaria incesante por uno de nuestros miembros, por un sacerdote. Ustedes recordarán la ordenación, sacerdotal de Eduardo Laforet, que les relatábamos en nuestro número de junio pasado. Entonces no les explicábamos la historia, al tiempo sencilla y maravillosa, que hoy nos hace a todos dar gracias a Dios por la predilección que ha tenido con esta familia de la Iglesia.
El ofrecimiento
Acompáñenme a una fecha dramática en la vida de la Iglesia contemporánea: 13 de mayo de 1981, festividad de Nuestra Señora de Fátima. A las cinco de la tarde Juan Pablo II cruza la plaza de S. Pedro en un Jeep descubierto, saluda afectuosamente a los miles de fieles allí congregados, que quieren tocarle, hablarle, hacerse ver de él. Entre ellos un hombre que no pretende nada de eso; su intención es bien distinta: acabar con la vida del Papa. Cuando el coche papal cruza a su lado, aquel hombre hiere gravísimamente al Pontífice con arma de fuego.
La noticia se extiende instantáneamente por el mundo, gracias a la rapidez de los modernos medios de comunicación. Y llega también a los hogares de la Milicia. En uno de ellos reside Eduardo Laforet, militante que estudia su quinto y último curso de la carrera de Filosofía y Letras, como preparación para realizar más tarde estudios sacerdotales. Es uno de los futuros sacerdotes de la Milicia de Santa María.
Cuando Eduardo conoce la noticia del atentado del Papa, un estremecimiento le sacude, y pronto entiende que Dios le pide el ofrecimiento de su vida por Juan Pablo II. Después de consultarlo, Eduardo les dice al Señor y a la Virgen de Fátima, aquel 13 de mayo, en la capilla del hogar, que está dispuesto, que su vida no vale tanto, que la tomen si es su voluntad, que se salve el Papa.
Pasan los meses, gracias a la Providencia de Dios y a los adelantos de la medicina, Juan Pablo II va mejorando progresivamente hasta su total recuperación. Eduardo se alegra, con toda la Iglesia, de la mejoría del Papa. De aquel ofrecimiento del 13 de mayo parece no haber quedado más que la angustia ante el peligro de muerte de Juan Pablo, el deseo de su curación, la oración y el ofrecimiento mismo.
Terrible diagnóstico
Como estaba previsto, Eduardo comienza, en octubre del mismo año, los estudios de teología en Burgos. Su licenciatura en filosofía civil le permite acceder directamente al tercer curso de los seis que forman los estudios teológicos.
Transcurren dos años de estudio en la vieja ciudad castellana. Eduardo se prepara para asistir a un campamento en la sierra de Gredos y para ello ha de someterse al sencillo reconocimiento médico de rigor. El médico de cabecera detecta algo extraño. Se efectúan los análisis correspondientes y se vuelven a repetir en la Clínica Puerta de Hierro de Madrid. A los médicos del servicio de hematología del centro no les queda ninguna duda; el primero en conocer el resultado de los análisis es el propio Eduardo; con él habla uno de los doctores del servicio. El diagnóstico cae con toda su crudeza y sin ningún velo sobre su espíritu: ¡leucemia! Tras los primeros momentos de perplejidad Eduardo comprende: ¡Dios mío, has aceptado el ofrecimiento del 13 de mayo!
Las impresiones se agolpan en su mente y en su corazón: la Virgen de Fátima, el 13 de mayo del 81, el atentado del Papa, la oración de toda la Iglesia por su vida, los ofrecimientos —el de Eduardo es, probablemente, uno entre miles—, la Milicia, sus sacerdotes, su propia vocación, su familia. En los días posteriores va informando con serenidad asombrosa a las personas más cercanas, sobre su situación, mientras sigue haciendo vida aparentemente normal.
«Pedid y se os dará…»
En todos los hogares se comienza una campaña de oraciones «por las vidas ofrecidas», aunque sólo algunos saben que la principal intención de la oración es la curación de Eduardo. La petición es atrevida porque su enfermedad no es ninguna broma. En su caso concreto los médicos han sido explícitos: la única solución es un trasplante de médula ósea de alguno de sus hermanos. Aun con los métodos modernos y a pesar de que se ha avanzado considerablemente en la última década en el campo de los trasplantes, la posible intervención tiene una alta mortalidad. En caso de decidirse por la operación, conviene que sea pronto, pues el estado de la enfermedad puede hacerse crítico en poco tiempo.
En la mayoría de los que van conociendo la situación se suscitan sentimientos similares: dolor profundo por el afecto entrañable que une a todos con Eduardo y al mismo tiempo aceptación gozosa de la voluntad de Dios, que ha tenido para con la Milicia de su Madre la singular predilección de aceptar el ofrecimiento de uno de sus miembros por el Papa y por la Iglesia. Y de un miembro llamado a ser sacerdote.
En muchos surge espontánea la «queja» al Señor: con la necesidad de sacerdotes que tiene la Milicia y toda la Iglesia, ¿te vas a llevar, Señor, a uno? En Eduardo la actitud es diferente. A cuantos le manifiestan esa queja, no duda en responder que Dios, dueño absoluto de nuestras vidas, tiene el derecho de elegir a uno exclusivamente para él, incluso de tomarle la vida cuando le llamaba al sacerdocio ministerial.
Sacerdote de Jesucristo
Comienza el nuevo curso, en principio el penúltimo de los que Eduardo debe realizar en teología. Su vida transcurre con normalidad, si exceptuamos las frecuentes revisiones médicas a que se debe someter. Su director espiritual y forma- dores, comprendiendo que se pueden dar razones suficientes para adelantar el momento de la ordenación sacerdotal, animan a Eduardo a pedir las dispensas oportunas ante la autoridad eclesiástica. Consultado el señor arzobispo de Madrid don Ángel Suquía, acoge la petición con sumo interés y cariño. Aunque todavía le faltan dos años para concluir sus estudios y poder ordenarse, don Ángel decide pedir dispensa a Roma para adelantarle la ordenación.
La dispensa llega por fin de Roma. Eduardo podrá ordenarse por gracia especial del Papa Juan Pablo II por quien ha ofrecido su vida.
El 18 de marzo de 1984, Eduardo es ordenado diácono. Una semana después, el 25, festividad de la Anunciación del Señor, recibe la ordenación sacerdotal de don Ángel Suquía. De este momento emocionante ya tienen noticias los lectores habituales de Estar, pues les informábamos en nuestro número de junio de este año.
Aquel joven neopresbítero, que por una circunstancia lleva casulla morada, diferente a la blanca de los demás ordenandos, ha sido singularmente «marcado» por Dios, y si su ordenación sacerdotal le configura con Jesucristo, sacerdote y víctima, su enfermedad le hace especialmente partícipe de la Cruz de Cristo, de su sacrificio redentor.
Se acerca el momento en que Eduardo va a ser sometido a la intervención, única vía humana para su curación. Unos días antes, en un rápido y penoso viaje a Lourdes —su estado no es óptimo para viajar— se arrodilla ante la gruta de la Virgen después de advertir con simpática espontaneidad a los que le acompañan que ¡nada de hacer trampas!, que no vayan a pedir por su curación sino que sepa aceptar la voluntad de Dios. Como pueden suponer, todos menos él pidieron su curación a la Virgen.
¡Se necesitan donante!
El día 11 de junio Eduardo es internado en la Clínica Puerta de Hierro de Madrid. Durante varias semanas permanecerá en una habitación sometida a precauciones inmunológicas, con la única compañía permanente de su madre, quien como mujer fuerte compartirá y tratará de aliviar el dolor del hijo sacerdote.
Esos días se intensifica la campaña de oraciones en los hogares, entre familiares, amigos, bienhechores. Se ofrecen Misas, oraciones, sacrificios por su curación. Como se prevé la necesidad de transfusiones frecuentes de sangre, los militantes de Madrid buscan donantes entre sus conocidos. Algunos de los voluntarios, no creyentes, recibirán un fuerte impacto al enterarse de que el enfermo es un joven sacerdote que ha ofrecido su vida por la del Papa. La necesidad llega a oídos de un radioaficionado que se presta a transmitirla por radio. Los donantes acuden en número suficiente como para remediar no sólo su necesidad sino también la de algún otro enfermó que se encuentra en similar situación.
«Cristo no vino a suprimir el dolor, sino a llenarlo con su dulce presencia»
(Paul Claudel)
Entre la vida y la muerte
La primera semana, previa al transplante, es sometido a una terapia intensiva química y radiológica, a la que siguen los temibles efectos secundarios, que dejan a Eduardo en un estado de postración intenso. Y tras el trasplante, los nuevos efectos de la médula donante sobre su organismo. El sufrimiento físico y moral experimentado durante tres largas semanas desgasta sensiblemente sus fuerzas. Experimenta muchas veces hasta qué punto la fe, aunque llene de fortaleza, no suprime los dolores físicos ni aun los morales. Si es consciente de que su sufrimiento unido al sacrificio redentor de Cristo prolonga la obra salvadora de Jesús, también conoce, como Aquel que en todo nos mostró el camino, la angustia frente al misterio del dolor, cuyo sentido parece desdibujarse ante quien lo sufre de modo intenso.
En algún momento el proceso se complica, se producen efectos inesperados y la vida de Eduardo parece estar más que nunca suspendida de las manos de Dios.
Horizonte de esperanza
Los momentos de peligro parecen alejarse. Los médicos están optimistas en el proceso postoperatorio y la esperanza es creciente en todos. Pero el proceso es largo. Fuera de la Clínica se producirá una recaída que obligará a nueva hospitalización y nuevos cuidados intensos. La incertidumbre tarda demasiado en desaparecer.
Al fin todo indica que la situación de mayor peligro se va superando. El padre Eduardo se encuentra en recuperación progresiva, su vida va poco a poco volviendo a la normalidad y el equipo médico se muestra satisfecho. El Señor ha escuchado la oración de sus hijos y parece que quiere conservarnos a nuestro padre Eduardo. Santa María de Fátima escuchó la oración de la Iglesia por la vida de Juan Pablo II y ha vuelto a escuchar las oraciones de sus hijos por el padre Eduardo Laforet.
Tenemos que seguir pidiendo por la pronta y total recuperación del padre Eduardo y asociarnos a su ofrecimiento por el Papa y sus intenciones.
Miguel Ángel de Castro