(Publicado en la revista Hágase Estar nº 67 en diciembre de 1985)
Con motivo del primer aniversario del fallecimiento del P. Eduardo Laforet (23-11-1984), Estar se complace en publicar las vivencias de su hermano Javier. Todos nuestros lectores conocen circunstancias de este caso. El ofrecimiento de su vida a Dios a cambio de la del Papa en los momentos trágicos de su atentado, y el final de su camino a los 27 años en que Dios aceptó su vida por medio de una leucemia.
En este número, Javier nos ofrece un relato íntimo de su vida y acercamiento a Dios, viviendo paso a paso el drama de su hermano. Gracias, Javier, por tus confidencias.
La vida ofrecida del P. Eduardo y su muerte han dado y siguen dando sus frutos. Javier Laforet nos cuenta cómo conoció el ofrecimiento y la repercusión en su vida particular.
El sufrimiento cristiano y el dolor ante la muerte, cuando caen en terreno abonado por la fe, producen frutos de vida interior. Son una riqueza que hay que vivir para entender.
El ofrecimiento
Estábamos a oscuras. Nos habíamos acostado ya, pero ninguno de los dos dormía.
—Javi, ¿qué sabes de mi enfermedad?
Ese mismo día, era octubre, mis padres habían ido al médico con Eduardo. El diagnóstico nos había dejado a todos sobrecogidos: leucemia.
Y en la oscuridad de la habitación la confidencia surgió poco a poco. Después del silencio brotaba, serena y limpia, la voz de mi hermano. Y esa voz me hablaba de un trece de mayo en la Plaza de San Pedro, en Roma; y de un trece de mayo en Pamplona ante un sagrario silencioso. Del ofrecimiento de una vida, ¡de su aceptación por Dios!
Yo vivía hacía tiempo apartado de Dios y de la Iglesia. Mantenía mi fe, pero era una fe muerta. Creía, pero no vivía. Y poco a poco me iba encerrando en mí mismo, en mi egoísmo. El Señor me había ido apartando de caminos que podían haberme hundido totalmente, manteniéndome en el límite y rescatándome una y otra vez. Pero yo, a pesar de todo, me dejaba arrastrar por la vida, por el ambiente, el olvido.
Y aquella noche algo se quebró en mí. Las palabras sencillas y tranquilas de mi hermano se me iban clavando una a una en el alma. Y sin dejar tiempo para pensarlo, brotó de lo más hondo de mí una súplica: ¡Señor, yo te ofrezco mi vida por la suya! Yo no valgo nada, soy un miserable, tómame a mí y déjale a él…»
Y siguieron pasando los días, uno tras otro, iguales siempre. De nuevo la monotonía, el pasar de las horas, «vivir por ejercicio de paciencia». Y pasó también la primera angustia, el primer ofrecimiento. Y un día tras otro, fueron enterrando mi conciencia.
Se acercaba diciembre. Durante este tiempo, Eduardo había venido varias veces desde Burgos —donde estudiaba 5º de Teología— a Madrid para hacerse los análisis de sangre a que periódicamente le obligaba el tratamiento que seguía. En estas ocasiones siempre le acompañaba yo a la clínica. Y en los largos ratos en el pasillo (¡cuántas horas juntos en el frío de la espera!) nos íbamos uniendo un poco más.
La conversión
El 17 de diciembre, Eduardo recibía en Burgos las Ordenes Menores (acolitado y lectorado). Ese mismo día yo me examinaba en Madrid de unas oposiciones a que me había presentado. Eduardo me había dicho que sentía mucho que yo no pudiera estar con él en Burgos, pero que él ofrecía ese día por mí y que yo hiciera lo mismo ofreciendo el examen.
Y pasó la Navidad. Jesús bajó al mundo, pequeñito y dulce, y yo no quise saber nada. No obstante, algo dentro de mí comenzaba a surgir, algo que me había costado mucho tiempo ocultar: era mi propia conciencia, que me repetía, cada vez más frecuentemente, que no vivía como debía, como pensaba que debía vivir. Pero una y otra vez era más fuerte mi egoísmo (y a pesar de todo, cada noche, ya casi dormido, le pedía a la Virgen, con tres avemarías mal rezadas, que no me dejara).
Eduardo continuaba viniendo a Madrid cada cuatro o cinco semanas para hacerse los análisis, y yo seguía acompañándole a la clínica. Hablábamos de todo un poco, le contaba mis problemas (nunca los espirituales) y, sobre todo, estábamos juntos.
Hacía siete años que mi hermano no estaba en casa. Se fue cuando yo tenía trece años, dejándome un recuerdo borroso (es ahora cuando, algunas veces, el Señor me regala recuerdos de esos días) y la ilusión y el orgullo de tener un hermano que «iba a ser cura». Durante este tiempo, ¡qué pocas veces hablé con él! Venía a casa en vacaciones, unos días, y luego volvía a marcharse. Ni siquiera le escribía —quizá tres o cuatro cartas en todos esos años—. Y ahora, casi cada mes, le tenía por unas horas sólo para mí. Poco a poco íbamos intimando, pero la barrera seguía ahí. A pesar de ella, mi hermano sí me hablaba de Dios. Yo callaba, asentía con la cabeza; a veces, incluso le apoyaba en lo que decía, le contaba cómo yo también discutía con mis amigos defendiendo a la Iglesia, cómo la falta de Dios llevaba a la juventud a la indiferencia y a la soledad… Yo no había perdido la fe, mi drama era que no la vivía. Y así, sin advertirlo, iba preparando el Señor mi corazón.
Llegó la ansiada noticia: la ordenación de diácono y, con ella, el permiso de Roma para adelantar su ordenación sacerdotal.
Es en este momento cuando la gracia establece un combate terrible con mi conciencia. La chispa que Dios utilizó fue, precisamente, la ordenación de mi hermano: «Yo no puedo ir a la ordenación de Eduardo así». La batalla había comenzado. A su favor, todas esas conversaciones con Edu, el contacto con él y, sobre todo, su ofrecimiento y su enfermedad. Serían días de verdadera angustia. Por un lado, la falta de voluntad para renunciar a tantas cosas que me tenían atrapado… Y todos esos días en completa soledad. Por las noches, le pedía a Dios, casi llorando a veces, que me diera más vida, Y así día tras día…
Hasta que, al fin, la Misericordia de Dios venció. La gracia pudo más que el pecado. El amor fue más fuerte. Una semana antes de la ordenación de diácono de Eduardo, volqué mi alma a un sacerdote en confesión. Oí la Santa Misa y comulgué: lloraba de alegría. Me sentí totalmente lleno de Dios, y sólo sabía repetir: «¡Gracias, Madre! ¡Gracias!»
A partir de este momento mi vida gira totalmente. El día 18 de marzo de 1984 Eduardo recibe el diaconado junto a los ahora P. Juan y P. Feliciano. Y una semana más tarde, en Madrid, es ordenado sacerdote. ¡Cuántas gracias derramadas ese día! En el momento del besamanos, se levanta y me abraza emocionado. Aún no he hablado con él, pero ya «algo más fuerte que la sangre nos une».
Ejercicios espirituales
Llevado de la memoria, cuando años atrás lo hacía a veces con mi hermano, comienzo a rezar el Rosario. Y, lo que es más importante, comienzo a ir a Misa y comulgar diariamente: en la comunión encuentro las fuerzas para seguir perseverando. Sigo solo. Pero ahora es una soledad acompañada: Dios está conmigo, llena mi alma. Él me va guiando, va a marcar mi vida indeleblemente en estos primeros momentos.
Dejo de fumar. Este simple acto, hecho por amor a Dios, me descubre nuevos horizontes: me siento capaz de superarme, experimento el gozo de las pequeñas renuncias por amor a Dios. Ha comenzado, como diría S. Pablo, una carrera, carrera para alcanzar a Cristo, que me alcanzó primero, carrera que no tiene más que una meta: la santidad.
Han pasado unos días, Eduardo vuelve a casa. Yo me encuentro feliz y necesito contárselo. Hablamos. Le abro el corazón, le cuento mi vida pasada, lo que he sido, cómo vivo ahora. Hablo yo sólo, las palabras fluyen fácilmente. El escucha en silencio, sonríe levemente. Y es entonces cuando me doy cuenta de lo evidente, pero que para mí resultaba completamente insospechado: ¡ya lo sabía! No era muy difícil adivinarlo. ¡Cuántas oraciones, cuánto tiempo esperando y rezando para que yo volviera! En el silencio sus oraciones y la de todos los que me querían (¡cuántos rosarios habrá desgranado mi madre mientras yo dormía!) han dado fruto.
—¿Qué piensas hacer ahora?
No lo sabía.
—¿Qué quieres que haga?
La pregunta de S. Pablo es también la mía.
—Quiero hacer lo que Dios quiera para mí, digo.
—(¿Por qué no haces Ejercicios?
Fue una tanda inolvidable. La última del Año Santo, la última que daba Abelardo antes de su operación —ya con muchos dolores— y con mi hermano como sacerdote.
Me arrojé totalmente en los brazos de Dios. Y Dios me acogió en sus brazos. Encontré todo aquello en lo que creía impregnado el Amor de Dios. Y comencé a amar verdaderamente a Dios. Sólo Dios bastaba. «Sólo Dios basta».
Junto al dolor de mi hermano
Ahora, esas horas pasadas con Eduardo en la clínica eran verdaderamente dichosas. Ya no había barreras. El amor las había derribado e inundado nuestras vidas. Nos íbamos a la capilla de la clínica a estar un rato con Jesús, y luego charlábamos de mil cosas. Muchas veces bastaba el silencio.
Y mientras tanto, el Señor iba haciendo en mí. Me sentía cada vez más unido a él, con una gran necesidad de dar. Dar a los demás, dar a Dios. Ahora le agradezco haberme llevado por ese camino.
El día 11 de junio ingresa en la clínica Puerta de Hierro. Ha llegado el momento definitivo, un trasplante de médula ósea en el que Dios quiere purificarlo. Comienza el calvario, quizá demasiado rápido. En los primeros días, en una dé las brevísimas visitas que se nos permite hacerle, le pregunto si sufre mucho (está sometido a un tratamiento que le produce fortísimos dolores y agotamiento). Casi llorando, me contesta:
—Es que no tengo fuerzas para sufrir…
El día de su cumpleaños, 18 de junio, se realiza el trasplante.
Bromea con las enfermeras: «¡Vaya regalo, una médula ósea nueva! No a todo el mundo le regalan estas cosas…»
Pero el dolor persiste, continuo y agotador. Cuando voy a verle, apenas me habla. Pero las pocas palabras son interesándose por mí. Me pide que le cuente cosas… En una ocasión en que llevamos los dos un buen rato en silencio —tiene un dolor muy fuerte— rompe él el silencio:
—Javi, perdona que no te cuente nada…
Trascurren los días en el dolor. A veces aumenta hasta que su respiración se transforma en un quejido casi continuo. A pesar de ello, rechaza el calmante que le ofrece la enfermera, quiere estar consciente. Cuando le ponen, al fin, morfina, ni siquiera se da cuenta.
Tengo la oportunidad de pasar con él dos días completos, para que nuestra madre, que día y noche vela heroicamente junto a su cama pueda descansar. En esas horas encuentro verdaderamente el dolor en Edu. Es dolor sin mezcla de consuelo, dolor que le posee casi totalmente; no le deja pensar, ni siquiera rezar, aunque vive en oración continua: «Jesús, es por tu amor, por la conversión de los pecadores…» Me pide que rece el Rosario en voz alta (mi madre así lo hace cada día). Al poco rato se echa a llorar y me dice que es un impío porque no reza nada… Otras veces me pide la imagen de la Virgen de Fátima que le dejaron las Carmelitas descalzas de Zarauz —y que le acompañará durante toda la enfermedad—, la toma en sus manos y la mira largo rato. Brotan de sus ojos lágrimas.
Y siguen los días, todos iguales en la penumbra de la habitación. Poco a poco va mejorando, enseguida vuelven las bromas, la sonrisa. Se siente aún sin fuerzas, pero más animado. Hablando más a menudo. Me sigue empujando hacia Dios, con su palabra y con su ejemplo de abandono en Él.
Por fin sale de la clínica, después de más de un mes. Serán unos días de relativa paz, de tregua en el dolor. A pesar de la debilidad, a los pocos días comienza a celebrar la Santa Misa. Con sus manos temblorosas vuelve a realizar el sacrificio de Cristo en la Cruz, esa Cruz que Eduardo comienza a entender.
A mediados de agosto, junto al P. Feliciano —entonces diácono—, pasamos unos días en una casa de Ejercicios cercana a Segovia. Eduardo se encuentra mucho mejor. Paseamos, incluso hacemos alguna visita a los alrededores. Es en esos días cuando escribe, en el sepulcro de San Juan de la Cruz, las «Reglas del Misionero de la Cruz». Eduardo aprovecha para guiarme con dulzura: todos los días hace una pequeña homilía, y yo soy el único fiel que asiste a la Misa… Con la ayuda de nuestra «Madrecita en la fe» me abandono totalmente en Dios: «Lo que Tú quieras, cuando Tú quieras, como Tú quieras». Es el fruto, quizás el primero, del amor de mi hermano, de su sufrimiento.
A finales de mes, Eduardo comienza a sentirse peor. Ha de ingresar de nuevo en la clínica. Poco a poco, con muchos altibajos se va recuperando. Sigue sufriendo física y espiritualmente. Su dolor no es el dolor de los mártires, llenos de fortaleza y de serenidad. Es más el dolor de Cristo en la Cruz, sintiéndose sin fuerzas, abandonado del Padre. Y también es, por tanto, un dolor redentor, dolor que acerca a las almas a Dios. Dolor que es amor.
Recta final
Mediados de noviembre. Estoy en Pamplona, donde he sido destinado como funcionario. Una tarde, al llegar a la Residencia de la Milicia donde vivo, un militante se me acerca: «Han ingresado a tu hermano otra vez». Me dice que tiene neumonía, enfermedad que yo sé que es mortal para los que, como Edu, carecen de defensas en el organismo. Sin esperar a que acabe, me voy a la capilla. Allí, ante Jesús silencioso y oculto en el mismo sagrario ante el que aceptó la ofrenda de mi hermano, le digo llorando a mi Dios que acepto su voluntad. Que si quiere la vida de mi hermano, es justo que la tome: Él se la ha dado. Vuelvo a ofrecer mi vida por él, y le doy gracias por la infinita bondad para con nosotros. «Hágase».
Cuando llego a Madrid, Eduardo se encuentra en la unidad de cuidados intensivos. Respira mediante una máquina y lo mantienen sedado. Ya no volveré a hablar con él. En los breves ratos en que puedo estar a su lado —él no se da cuenta— pido intensamente a Dios para que tenga fuerzas. Está sufriendo: una de las veces que mi madre le ha hablado, una lágrima ha salido de entre sus párpados cerrados y ha rodado por su mejilla. Pero yo le siento lleno de Dios. Ha cesado la lucha. Dios ha vencido a la naturaleza. Sólo queda completar el holocausto. Y así, en silencio, el P. Eduardo va inundándose del amor de Dios. Incluso en sus manos tiene heridas de las agujas y su costado derecho está abierto por la herida de una biopsia.
Y así, en el silencio de la tarde de un viernes, 23 de noviembre, el Señor lo hace al fin suyo. Suyo para siempre. Suyo en una historia de amor ya sin fin. Dios ha consumado el ofrecimiento a Su Amor Misericordioso. Ha purificado en el dolor las miserias y la debilidad de Eduardo y lo ha premiado con la gloria eterna. ¡Loado seas mi Señor, por tu Misericordia!
Y quedamos nosotros aquí. Solos, ciertamente, de su presencia y de su risa. Pero nunca más unidos a él, nunca más cerca de él. Por primera vez entiendo el misterio de bondad de la resurrección: con la esperanza cierta de la propia resurrección de Cristo espero ese día en que, con su Misericordia, pueda abrazar de nuevo a Eduardo. Abrazarnos con nuestros propios cuerpos ya gloriosos. De nuevo volver a besar sus manos consagradas, ¡sus mismas manos!
Ante su cuerpo maltrecho y vencido por la enfermedad y la muerte (¿vencido?) el Señor llena mi alma de gozo. No soy yo ya, es la gracia de Dios que en esos momentos me llena totalmente con Su amor. Sé que mi hermano está vivo y que un día su cuerpo resucitará, aunque ahora sea polvo que vuelve al polvo…
Y en el cementerio, de nuevo la despedida: «Adiós, Edu, hasta el cielo». Bajo la arena húmeda quedan atrapados los rayos de un sol que nace de nuevo para todos. Sol que ilumina nuestro camino hacia Dios.
Herederos de una sonrisa
Han pasado los meses. Parece que el tiempo no ha trascurrido y a la vez diríase que son años. Y Eduardo sigue a mi lado «más presente que nunca». Siento que quedo para ser portador, con alegría y firmeza, de esa Luz que quiso llevar a todos los hombres. He de ser, siento que él mismo así me lo pide, heredero de su sonrisa.
Todos somos herederos de la sonrisa del P. Eduardo. Herederos del amor que Dios puso en él. Sonreír siempre, ofreciendo todos nuestros pequeños y grandes sufrimientos al Señor, por su amor y por la conversión de los pecadores. Y ser así santos, que esa es la voluntad de Dios. Santos. Dios nos lo pide.
Hace unos días recibía una carta deliciosa de uno de mis sobrinos y ahijado de Eduardo, que a sus seis años me escribía esta «Oración de la noche» que él mismo había compuesto:
«Querido Tato que estás en el cielo, intercede por nosotros para que seamos tan santos como tú. Te queremos mucho. Amén.» (Tato era el apelativo cariñoso como llamábamos a Eduardo). Y añadía: «Para que te la aprendas».
Eduardo ha muerto, ofrecido todo al Amor Misericordioso. Entendió que sólo Dios basta. ¡Sigamos su estela! la Misericordia de Dios nos llevará hasta el arco de la aurora. No importa que lleguemos llenos de cicatrices. ¡Mejor! Eso significará que hemos sido valientes soldados de Cristo crucificado.
Javier Laforet