(Publicado en la revista Hágase Estar nº 65 en agosto de 1985)
Eduardo, me parece verte tan cercano caminando detrás de mí por aquellas empinadas laderas de la Demanda.., ¿te acuerdas? Un día de junio, frío y lluvioso en la sierra. Habíamos pasado la noche en nuestras tiendas, esperando en duermevela la llegada del alba, liberadora para nuestros doloridos costados. La marcha, que se inició entre jirones de nieblas, fue mojada. ¿Recuerdas aquel arroyo crecido que cruzamos chapoteando? Y nuestras piernas, rozando con las matas empapadas de agua, se calaban por completo… y la lluvia, mansa y pertinaz…
Nos seguían una veintena de muchachos. ¿Recuerdas lo que dijo uno de ellos, por la tarde en la reunión?: —O estáis locos vosotros, o estoy loco yo. Amigo Raúl, tienes razón, estamos locos todos, un poco al menos. Raúl adivinó tu locura, querido Eduardo. Porque al día siguiente me dijiste: —Antonio, creí que me moría subiendo por aquella ladera pina y calada. Pero había que seguir adelante. Dios lo quería.
Era la primera advertencia de tu enfermedad terrible, que te acercó a Dios tan pronto, en escalada vertiginosa, por tu absoluta aceptación. El médico de Burgos que te reconoció para el Campamento te remitió a un examen más profundo, pues observó algo extraño en tu salud. Y fue en Madrid donde te encontraron la leucemia.
Padre Eduardo, entrañablemente recordado, tus locuras, mejor, tus heroísmos (Raúl confundía las palabras) han sido continuos. No te bastó con ofrecerte a ti como compensación misteriosa por la vida de Juan Pablo II. Has mantenido tu holocausto. No te bastó morir una vez, sino morir cada día.
¿Te acuerdas cuando me pediste ir al turno de Campamento de jefe de escuadra? Yo sonreí por dentro, pues sabía el acto de heroísmo que hacías. Admiré tu entrega. Dios no quiso tu jefatura: querías formar a jóvenes a tu lado, darles tu ideal, tu vivir, tu comprensión del misterio de Dios, hacerles descubrir los encantos de una vida austera y exigente… a costa de tu sufrimiento personal. Pero estabas llamado a un liderazgo más elevado: el martirio.
Eduardo, tú me conoces ahora, desde el Cielo, mejor que yo mismo. Conoces a todos los militantes que trabajamos en este rincón de la Iglesia. Colma nuestros deseos, que quieren ser los de Cristo. Inyecta inquietud en la juventud. Decepciónala con la satisfacción marchita de las cosas.
Querido Eduardo, esta carta termina, pero no quiere acabar. Te has ido de entre nosotros hace ya ocho meses. El tiempo hace palidecer las emociones. Nuestra tristeza por tu partida se ha hecho serena, nuestro dolor, manso. Ahora te tenemos más presente. Eres uno de los nuestros. Tus brazos sacerdotales nos acogen desde el cielo y nos funden en tu abrazo con Jesús y María. Ahora tú eres más activo que antes. Puedes meternos en el alma la enseñanza de tu vida: Desaparecer para dar vida. ¡Qué bien lo entendimos el 23 de noviembre, cuando te arrancaste de nosotros! ¿No es suficiente tu ofrenda una vez? Sí, pero ahora me toca a mí. Soy yo el que tiene que morir hoy para que otros vivan en Cristo. Tu lección magistral no se olvida nunca. Porque obliga dulcemente a imitarte.
A. P. A.